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Melancolías prenavideñas


Esta melancolía de diciembre. Tan prevista, tan putrefactamente tópica. Y, en realidad, tan misteriosa. Y algo hay en ella, es cierto, del desagrado estético que pone la rotunda fealdad de los adornos navideños (alguien se lleva una pasta con esas chorradas, pero es casi lo de menos): boba sopa de letras, el año pasado; sacacorchines ridículos, éste; pestañeo, siempre, de estridentes bombillitas que nos sonrojarían en cualesquiera otros lugar y circunstancia. Pero no, no es eso. Todo lo ornamental es, en diverso grado, hortera. Siempre. La Navidad lo hiperboliza. Nada más. Deberíamos sonreír con benevolencia: ¡así son los humanos, en cuanto se les da coartada para pasarse más de lo común con el alcohol y los bellos sentimientos! Pero esta melancolía es de otro orden. Invulnerable a inteligencia, a sonrisa. Me digo que hay en ella la más honda – y la más insoportable – de las constancias humanas: la repetición, en la cual vamos desgastando todas nuestras esperanzas, en la cual vamos siendo desgastados. Por el tiempo. Y, al fin, esa ansiedad del fin de año no es tan distinta a la que cierra cada una de nuestras jornadas, al llegar a la noche y a ese como fulgor de angustia que precede al sueño: la emotiva certeza, cada día, de haber perdido el milagro de lo distinto, el prodigio de que algo irrepetible nos golpeara. Algo, sospechamos, pudo suceder. Y huyó. Y no volverá nunca: nada vuelve. Y el único milagro que nos queda es el de haber sabido que lo que pudo ser distinto huyó sin que llegáramos ni aun  a atisbarlo. Otro año. Igual a todos.

***

O, tal vez, sea otra cosa. Si la infancia es – los dioses no lo quieran – sola y rilkeana patria de los hombres, la nuestra, la de los de mi edad, es el infierno. Fea patria. Y esta párvula fanfarria, que cierra en cada diciembre el ciclo resignado, enfatiza nada más lo inaceptable.

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