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Vasos

Para divisar el panorama con un poco de perspectiva y también, por qué no, para celebrar que hace un día radiante y corre una agradable brisa, he bajado a la calle y me he instalado al fin, por un tiempo indefinido pero, en todo caso, estimo que no inferior a todo el ciclo de la tarde, la puesta del sol y el apilamiento de sillas, en esta mesa de la intersección de ventanales del McDonalds que está al lado del Alcampo.  He puesto el pie bueno en primer lugar y he echado a andar decidido a ignorar, o quién sabe si incitar en su orgullo herido, al pie malo para que espabile y siga la corriente. Durante unos segundos (tal vez, aunque no estoy seguro, incluso fuese un minuto o algo más), me ha parecido que esa parte inicua de mi anatomía aceptaba gustosa el desafío y se movía por su cuenta, componía el ritmo y la simetría perfectas para un paseo cumbre y distinguido hasta el McDonalds en una tarde de verano pletórica de vida por todas las esquinas mingitorias de los perros. Primero me he cruzado con un grupo de señoritas que caminaban ondeando sus vestidos estampados de tiros y palmoteando sus chanclas como ventosas pochas. Si usara sombrero, me lo habría quitado, pero como no lo uso, incliné la cabeza y les deseé un agradable paseo.  Poco después, no sabría decir cuánto, pues se me había ido el santo al cielo contemplando,  lleno de gratitud, el abnegado serrín municipal en la vomitona,  me han abordado dos hombres que merodeaban por los contenedores de basura del Alcampo.  Su piel láctea estaba amoratada por el sol, las raíces del pelo cortado al estilo militar brillaban como panes de oro en un libro antiguo de tapas duras. Al observarlos, sus diminutos ojos grises parecían retraerse al fondo de una madriguera, como cachorros de gato asustados. “Polacos, señor. No trabajo, no comida…”, me extendió uno de ellos su mano, la palma hacia arriba, un pedregal cuarteado y calloso, enlutadas uñas vueltas hacia adentro. “Polonia, qué gran país, cuánta fe bienhechora. Me encomiendo todos los días a aquel enérgico obispo de Cracovia. Le rezo por nuestras autoridades,  deportistas, videntes y cosmonautas. Le rezo por el mercado de la construcción y la exportación de frutas y hortalizas. Le rezo por la paz social, el turismo de cruceros y la recuperación de nuestros ríos. Le rezo mucho por Niurka Montalvo, para que vuelva a saltar los ochomiles por España. Tomad, mis buenos amigos –les dije, depositando tres euros en aquel erial devastado de piel humana-  compraos un Nestea  familiar y ofreced una Misa al gerente y los reponedores de este majestuoso establecimiento, por colmaros cada día de manjares caducados”.  Seguí mi camino, con un andar que para entonces había recuperado su cadencia hemipléjica habitual, maravillado por el aire que sacudía las hojas de unos árboles o arbustos gigantes, dispersando esporas con forma de estrellas traslúcidas que acabaron provocándome un ataque de estornudos irrigante, violento y empecinado. Me detuve en mitad del parking a disfrutar de cada sacudida, la sentía fraguarse desde lo profundo de mi nariz, encrespar mis ojos, descender como un corrimiento de sal y saltar a presión, liberadora, por mis orificios buconasales. Qué dichoso me sentía cuando, renuente, acobardada, un quiero y no puedo, la conmoción alérgica retrocedía, se agazapaba en la juntura de ojos y nariz, y yo fingía permitirle el desacato y le decía, ¿ah, sí? y entonces miraba directamente al sol y su torrente de luz inundaba ojos y vías, desatascándolo todo y arrancando de cuajo el estornudo. Una familia (padre en bermudas, cargando de bolsas el maletero, madre fumadora  buscando algo en la radio, pecas irregulares, quizá algún melanoma benigno en los hombros desnudos, dos niñas con huevos kínder y un bebé en la silla homologada del asiento trasero) fue designada por la trama ancestral del incesante movimiento humano para acoger la flor de mi estornudo en una de sus bolsas refrigeradas.  Sentí que aquella sincronía de mi fluido y su pescado, el viaje que mi estornudo estaba a punto de emprender en un Volkswagen Tuareg hacia el congelador de una vivienda unifamiliar del extrarradio, entreabría la ventana de un orden más grande. Algo sutil y perfecto se mostraba allí, esta tarde. Algo que compensaba, de algún modo, toda hemiplejia y toda enfermedad y todo sufrimiento. Algo como un choque de lo viscoso y lo perecedero.  Me quedé allí, extasiado por la epifanía, capaz apenas de mover jovialmente la mano para despedirles, deseando para mis adentros que tuviesen un buen regreso a casa y encomendando a Juan Pablo II la seguridad de las familias en las autopistas de España durante este verano. 

Luego he entrado al McDonalds, he pedido una cocacola de tamaño grande, me he sentado en la mesa de la esquina,  he dado un largo sorbo (me encanta cuando parece que me la voy a beber toda de un trago y que la pajita se va a colapsar), os he contado esta historia y me he puesto a leer y a pensar en un cuento de Eudora Welty que se titula Una cortina de follaje. Trata de una mujer que acaba de enviudar al caerle un árbol encima a su marido, de la manera más tonta. Ella se pasa los días trabajando en el jardín de su casa, plantando sin ningún orden y cambiando las cosas vivas de sitio. Sé más o menos lo que quiere decir, pero no sé explicarlo. A propósito, el otro día, cuando iba sentado en el Metro, me rozó el codo de una persona humana y era frío y rugoso como los vasos de los restaurantes de comida rápida.

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comentarios
1 missi, día

Me ha encantado, Víctor, gracias. Y he recordado esto, de "La Educación Sentimental": "Cerca de la fonda, una muchacha con sombrero de paja sacaba cubos de un pozo; Frédéric escuchaba, con un placer inexpresable, el chirrido que producía la cadena cada vez que subía un cubo".

2 Nessie, día

Las entradas de Víctor en el blog son tan esperadas... Este pequeño cuento, por ejemplo, ha valido todas las esperas habidas y por haber. La ironía, la capacidad de observación, de hacer que el detalle más insignificante nos fascine, son una delicia. Hasta consigue que una se pregunte qué tal viaje tuvo el estornudo, y si la familia del VW Touareg lo acogió con cariño e, incluso, se lo llevó de veraneo a un apartamento en Torrevieja. Ojalá dure la racha de publicaciones gaguianas. De momento, las disfrutaremos. Gracias.