
La península de Dingle: el paraíso tranquilo en el salvaje oeste de Irlanda

Hay un punto en Comare, al norte de la península de Iveragh, que quizá tenga las mejores vistas sobre su vecina la península de Dingle. Desde allí, al otro lado de la larga ensenada que separa estos dos pequeños pero bellísimos pedazos de Irlanda, vemos la sucesión de colinas verdes moteadas aquí y allá del blanco de alguna casa y del gris de los muros de piedra que separan los pastos. En un día amable de verano en el que hasta el sol se presentaba a ratos, y en el silencio de la mañana de un domingo en la que parecía que los indígenas no habían acabado de despertarse, era uno de los paisajes más tranquilos que he visto en mi vida y la sensación de paz resultaba casi abrumadora.
Al recorrer después buena parte de la península me pareció que esa primera impresión no estaba del todo errada, o quizá fuese por el día soleado y dulcemente veraniego que tuvimos la suerte de disfrutar, el caso es que en la salvaje costa oeste de Irlanda, Dingle es un paisaje un poco más benévolo, un poco menos fiero y, eso sí, totalmente maravilloso.

Nuestra siguiente parada fue la extraña lengua de tierra que ha formado la playa de Inch: un cuerno de arena, olas y dunas que se adentra en el mar como si la hubiese diseñado un arquitecto. En los primeros metros del arenal estaban llenos de gente y de coches aparcados entre los carteles que avisaban del peligro que, más tarde, supondría la subida de la marea. No mucho más allá se podría pasear casi a solas con el viento salado y las increíbles vistas.
En un país que tiene playas tan bellas como salvajes y poco concurridas, no me cabe ninguna duda de que la de Inch es sin duda de las que más recordará cualquier viajero después de visitarla, de caminarla, de respirarla.
En Dingle
Seguimos la carretera que a su vez seguía la línea de costa como una cremallera, disfrutando del verde que nos rodeaba en las colinas, en el mar, en la tierra al otro lado tan lejana ya que casi parecía otra isla.
Así, tras unos kilómetros de curvas, subidas y bajadas llegamos a Dingle, la localidad que le da nombre a todo el (afortunado) accidente geográfico. Es un pueblo más bien pequeño –dos mil habitantes, según la Wikipedia– pero muy ajetreado de turistas que, como nosotros, paraban allí en su recorrido por la zona.

De calles bonitas de fachadas con colores intensos y puertas en rojos y amarillos aún más llamativos, en su reducido tamaño Dingle tiene un poco de todo: tiendas de ropa más y menos chic y para turistas con más y menos dinero, cafeterías modernas, recuerdos para turistas de buen y mal gusto y, sobre todo, una buena colección de pubs de lo más típicos, es decir: con camareros encantadores que tiran pintas perfectas de Guinness y sirven platos sencillos pero deliciosos.
El punto más al oeste
Dejamos atrás Dingle tras una comisa reparadora, un café delicioso y algunas compras. Nos limitábamos a seguir la carretera hacia el oeste, casi siempre en paralelo a la línea de costa, conduciendo despacio y parando aquí y allá, más o menos siempre que encontrábamos un espacio para aparcar sin peligro y disfrutar de las vistas y el aire del océano.
En uno de estos parkings/miradores encontramos una pequeña atracción local: unas construcciones medievales de piedra que tienen uno de esos impronunciables nombres gaélicos y que en inglés se llaman beehive huts, algo así como chozas de colmena por su forma que desde luego recuerda a la de las colmenas naturales.

Las piedras antiguas formaban varios de estos refugios y en conjunto una pequeñísima aldea que allí, un poco en mitad de la nada, tenía cierto encanto primitivo y nos transportaba a esa irlanda salvaje que siempre está ahí, escondida en el paisaje.
El asfalto nos llevó hasta otro rincón en el que la carretera viraba al norte y unas blanquísimas figuras reproducían la crucifixión de Cristo en un conjunto escultórico que allí parecía extrañamente fuera de lugar pero por eso mismo resultaba fascinante.

Un poco más allá desde ese mismo lugar veíamos también Dunmore Head, el punto más al oeste de la isla de Irlanda y, por supuesto, es final de la península de Kerry, si bien otros islotes seguían ganándole terreno a un océano extrañamente tranquilo en aquel día de verano.
El paso de Conor
La carretera, y nosotros con ella, ya seguía hacia al norte, apartándose un poco más de la costa pero ofreciendo aún paisajes y vistas maravillosos. Más adelante se separaba casi definitivamente del mar y nos dejaba conocer el interior de la península, con sus colinas descarnadas pero suaves.
Pasamos por otra pequeña atracción local: el Oratorio de Gallarus, que es una pequeña construcción del siglo VII u VIII y donde fuimos encantadas víctimas de otra muestra de la hospitalidad irlandesa.
Y finalmente, antes de dirigirnos con algo más de prisa hacia Tralee, donde íbamos a pasar la noche, paramos en lo alto de un pequeño puerto de montaña, el Conor Pass, que nos regaló otra vista maravillosa, en este caso de la parte norte de esa (no tan) pequeña lengua de tierra que tiene fama, muy merecida, de ser uno de los rincones más bellos de Irlanda.
Y eso, créanme, es mucho decir.