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Rodar los muebles

 

Voy cambiando las cosas de sitio, poco a poco, unos cuantos víveres básicos salvados del machaque en la jerga de los jíbaros del Parlamento. Sería espantoso no tener un objeto tridimensional al que mirar, algo del mundo a lo que no le hayan pasado por encima las palabras aplanadoras. Hago el recuento de lo visible que no ha sido grapado todavía al habla secante, todo lo que nuestros notables han dejado de envasar al vacío en su demencial cháchara. El olmo al que da esta ventana, por ejemplo: voy a meterlo en mi cuarto y desparramar sus llamas por el suelo. Hay que volver a mirarlo todo de nuevo, a oírlo y palparlo todo de nuevo, a rodarlo todo de sitio, lo más lejos posible de la ultraactividad de los convenios colectivos y la unidad de los demócratas. Hay que ver qué conservamos que sea nuestro y esté entero.
 
La poesía de Manuel Padorno (1933-2007), que Cátedra acaba de confirmar como un clásico contemporáneo publicando este año La palabra iluminada. Antología 1955-2007, en edición del señor Alejandro González Segura, contiene la aventura y el método de mirar por primera vez el objeto en el espacio. Su empeño es individualista, se desarrolla al margen de los caminos seguidos por los poetas de la Generación del 50, a la que solo por convención historicista puede adscribírsele, pero con la que no tiene nada que ver: ni con el subjetivismo realista de Gil de Biedma, Costafreda o Ángel González;  ni con el acento ético y machadiano de Claudio Rodríguez; ni con la transparencia al servicio de la causa política de José Hierro o el primer Valente (quien luego pasaría al otro extremo, al  de una mística del silencio),… A mediados de los 90, el crítico Miguel Casado señaló una “periferia de la Generación del 50” formada por Ángel Crespo (1926-1995), el señor Antonio Gamoneda, la señora María Victoria Atienza y Manuel Padorno. Hoy veo a Padorno como un raro, incluso en ese grupo “periférico”.  
 
La dirección de su escritura, desde A la sombra del mar (Accésit del Premio Adonais, 1963), es la crítica radical y la reconstrucción del trato con el objeto real.  Toda su trayectoria describe la "aventura" de mirar el objeto desde cero y reconocerle un nuevo lugar en el mundo. Es Una aventura blanca (1991), título del poemario en el que expone de manera más prolija su método. La blancura expresa la inocencia de los sentidos en la nueva percepción de lo real.  “A comenzar a ver de nuevo: cosas. / Es un trabajo inútil, milenario. / Ver por primera vez. También oler”.  
 
La decantación de la poesía de Padorno es rigurosa, se va haciendo en largos periodos, de hasta veinte años, en los que no publica, hasta que, a mediados de los 80, con Una bebida desconocida (1986), su voz eclosiona y traza un lenguaje cada vez más transparente, una reflexión cada vez más precisa del oficio poético como tema acompañante del tema central de la poesía de Manuel Padorno, el acceso a la realidad, la perspectiva más plena y pura para entender lo visible sin el lastre de las convenciones naturalistas y superando la escisión de los sentidos. “Nadie puede juzgar, en adelante,/ haber visto a cualquiera con los ojos;/ solo con ellos. Deberá forzarse/ en decir que lo vio mejor con su lengua”.
 
Por su resonancia metafísica y su recurrente meditación de la razón poética, la voz de Padorno dialoga con María Zambrano (1904-1991) y José Lezama Lima (1910-1976). A ambos dedica sendos poemas de El animal perdido todavía (1980-1987), incluídos en esta antología a cargo del señor Alejandro González Segura.
 
Por las torsiones a las que somete lenguaje y ritmo, partiendo siempre de la voz coloquial y la métrica clásica, para subvertirlas, la poesía de Padorno se relaciona, en cambio, con Vallejo (1892-1938) o, más cerca de su tiempo, con Westphalen (1911-2001). Esta estrofa pertenece a Vir heroicus sublimis (1989-1990), uno de los tres libros inéditos incluidos en la antología: “Sobre la mesa un vaso de agua. Un vaso / azul. Que la mirada limpia seca, / corrompe beatífica su forma, / deja el uso doméstico y se aloja / metafísico y cruel en el espacio”.  
 
El título Vir heoicus sublimis se corresponde con el de un cuadro de Barnett Newman (1905-1970), una de las figuras más destacadas del expresionismo abstracto en Estados Unidos. Las referencias a la historia de la pintura son muchas, y eruditas, en la poesía de Padorno, pintor él mismo. Su deconstrucción del objeto visible tiene mucho que ver con su trabajo en el taller de pintor, del que salen algunas imágenes que se desarrollan en su poesía (el nómada urbano, la carretera del mar, el árbol de luz,...) al mismo tiempo que sus cuadros, generalmente de gran formato, reflejan visiones de sus poemas, en un caso de unidad y continuidad de lenguajes que reafirma a Padorno como un caso único y excéntrico entre sus coetáneos.  En Desvío hacia el otro silencio (1995, el título encierra una crítica a la abstracción de la llamada “poesía del silencio” en boga a finales del siglo XX), Manuel Padorno cita el célebre cuadro de Giotto, Predicación a las palomas (1290), en el que se representa a San Francisco de Asis hablando la palabra de Dios a una bandada de palomas posadas en el suelo, al pie de un frondoso árbol. Fija Padorno en esta imagen el momento fundacional de la perspectiva naturalista que reinará en el lenguaje de la pintura durante siete siglos, hasta la ruptura del arte moderno con las convenciones de la representación de lo real.
 
Hay que replantearse esa percepción, nos dice una y otra vez, de muchas maneras distintas, con imágenes prístinas y un lenguaje que tiende a la sencillez pero está lleno de misterio e irradia una sonoridad extraña y envolvente. También nos dice Padorno que esa crítica a la perspectiva clásica será individual y no gregaria, radical y no simplemente formal; libre y no atada a ningún manifiesto o prejuicio. Habrá que “rodar la verdad de sitio” y empezar a ver de nuevo todo, empeñando en la “aventura” todos los sentidos como si fueran uno solo.
 
Os dejo, aquí, un poema de Manuel Padorno incluido en la antología La palabra iluminada. 1955-2007; más que nada, por si queréis cambiar las cosas de sitio y desintoxicaros, también, del lenguaje marciano que suena en el Parlamento, en la tele y en los tuíteres:
 
CASA DE VIDRIO
 
"Philip, ¿me quito el sombrero o me lo dejo puesto? ¿Estoy dentro de una casa, o fuera?"
 
Frank Lloyd Wright a Phillip Johnson (al entrar en su 'Casa de Vidrio')
 
 
 
No estoy dentro de casa ni por fuera.
Sin embargo, estoy afuera adentro. Cierto.
Porque la casa ya cambió sus muros,
de techo, de ventana y puerta, en vilo
hasta transfigurarse las paredes
en aire candeal, de la pradera.
En aire de cristal edificado,
los tabiques de brisa transparente,
un cubo de cristal, donde los árboles
son la continuación, patio y terraza
de la cama, el sofá, el vaso de agua.
Uno está dentro afuera. Es indudable.
Y está por fuera siempre por adentro.
Afuera: habitaciones interiores; 
adentro un bosque: objetos tutelares.
 
La casa entera, de cristal tejido,
sólido viento, luz petrificada, 
infinitas paredes invisibles;
si cuando entro en ella salgo, y cuando
salgo de ella entro al aire, una y otra vez.
Casa de vidrio, líquido el espacio.
 
(Para mayor gloria, 1997)
 

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comentarios
1 zgzna, día

Me asombra cuánto sabes de poesía y cómo sabes interpretarla. Haces un buen repaso que no es un mero inventario sino una interesante interpretación y valoración de lo que has leído. Como siempre, por otra parte. Pero a mí, lo que más me ha gustado del artículo y lo que me ha parecido más poético, más directo, más evocador y con más poder de sugerir -más que el poema que transcribes- es la introducción que haces al principio: ese olomo que metes en tu cuarto y cuyas llamas desparramas por el suelo. A mí me encanta mirar y dejarme sobrecoger por esa belleza que está presente en tantos rincones, en tantos objetos, en tantos paisajes...