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Drazen Petrovic, o cuando el baloncesto era nuestra vida

Hay recuerdos que te golpean como una repentina sacudida emocional. Sin aviso previo. Te pillan indefenso, desprevenido. Me ha pasado hoy 7 de junio. Hace 20 años que murió Drazen Petrovic. 20 años ya. Pero si sólo tengo treintaytantos, pero si sólo era un jugador de baloncesto, ¿cómo puedo sentir tanta nostalgia?

Los chavales de hoy no lo entenderán. Su mundo de ipads, consolas, internet y NBA en HD no tiene nada que ver con la España de finales de los 80. Eran tiempos de tele y calle. De aquella tele no salía mierda, como ahora, salían sueños. Para mí y para muchos de mi generación, sueños de baloncesto. Hubo un tiempo no tan lejano que para muchos chavales el basket era lo primero. Jugábamos, con más pena que gloria, sin talento pero con ilusión, en el equipo del cole. Jugábamos en los recreos. Jugábamos al terminar las clases. Jugábamos los fines de semana. Jugábamos por la mañana. Jugábamos por la tarde. En el patio del colegio, en las canchas públicas, pocas y llenas de charcos de mi Santiago natal. No había un día sin balón.

Dormía en una habitación forrada con posters de Gigantes y con una minicanasta, por supuesto, encima de la puerta. Suspiraba por unas Converse Revolver, luego llegaron las Reebok Pump y las Jordan. La muñequera casi en el codo. No me perdía un partido de la liga, sí la de aquí, en horario de máxima audiencia y con máxima audiencia. Y la copa de Europa, y la Korak y la Recopa.

Los sábados por la tarde esperaba emocionado a Miguel, un amigo de la familia, para ir a ver al Obradoiro en el viejo pabellón de Sar. Cuánto sabía de baloncesto y cuánto le preguntaba. Después el lugar de Miguel lo ocupó mi padre. Él se hizo socio del Obradoiro por mí. Sabía que en el cemento de las gradas yo era feliz. El baloncesto era lo más importante para mí. Era mi vida. Y entonces llegó Petrovic, sacó la lengua y lo cambió todo. No habíamos visto nada igual, ni parecido. Ni Corbalán, ni Epi, ni Robinson, ni Galis, ni Fernando Martín… Ni siquiera aquellos extraterrestres de la NBA, tan lejanos entonces, que veíamos en Gigantes.

Petrovic era el mejor, ni más ni menos. El mejor. Recuerdo como si fuera ayer los 62 puntos que le cascó al Caserta en la final de la Recopa del 89 y a la mítica Yugoslavia del Europeo de Zagreb, ese mismo año. Sus contrataaques finalizados con 'bandeja' desde 6,25. Sus suspiros desde el tiro libre. Sus líos. Su furia. Su talento.

Él cambió el baloncesto. Él cambió nuestra vida.

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Raúl Vilas en Twitter: @raulvilas

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