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El emperador humillado

A finales del siglo XI se produjo un enfrentamiento de extraordinaria virulencia entre el Papa Gregorio VII y Enrique IV, Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.

La costumbre, hasta la elección de Gregorio VII como Papa, era que el emperador alemán nombrara obispos y concediera títulos eclesiásticos a su libre albedrío. Era una manera de poder utilizar las posesiones de la Iglesia en Alemania para premiar a sus allegados y partidarios. Así, por ejemplo, era habitual que al quedar vacante una sede episcopal, el emperador nombrara obispo, para ocuparla, a algún familiar suyo, que podía perfectamente ser laico o estar incluso casado.

Gregorio VII se propuso acabar con aquel estado de cosas y puso en marcha una serie de reformas, que incluían la obligatoriedad del celibato y la prohibición de que el emperador efectuara nombramientos de obispos. Con ello se produjo un enfrentamiento en el que lo que se dirimía, en el fondo, era si el Papado debía tener primacía sobre el Imperio o a la inversa.

El emperador reaccionó induciendo a sus obispos fieles a nombrar un antipapa. Pero Gregorio VII, sin amilanarse, excomulgó a Enrique IV y a todos sus partidarios.

Ese enfrentamiento entre un emperador que contaba con un inmenso poderío militar y un papa que no contaba con ninguno, resulta muy curioso, porque ilustra perfectamente hasta qué punto el poder, cualquier poder, depende siempre de esa cosa tan etérea llamada legitimidad. Por muy poderoso que sea un gobernante, el juego de las legitimidades impone límites que no siempre se pueden traspasar.

Lo que sucedió fue que los enemigos del emperador en Alemania aprovecharon su excomunión para tratar de deponerle, de modo que la asamblea de nobles alemanes obligó a Enrique IV a pedir perdón el Papa y le concedió un año de plazo para conseguir que se le levantara la excomunión.

Y cuenta la Historia que Enrique IV tuvo que dirigirse, vestido de penitente, al castillo de Canosa, donde estaba refugiado el Papa. Y que permaneció allí descalzo en la nieve a la puerta del castillo, durante tres días, implorando a Gregorio VII su perdón, hasta que éste dejó la excomunión sin efecto.

En realidad, el enfrentamiento entre el Papa y el Emperador continuaría después de aquel episodio, y sería el Papa quien terminaría perdiendo la partida, pero esa escena que retrata a un poderoso emperador vestido con harapos y humillado delante de Gregorio VII, ha pasado definitivamente a la Historia.

Ayer por la tarde, las redacciones de todo el mundo se paralizaron para escuchar las palabras de Obama sobre Siria. Aunque unas horas antes de la alocución, lo que se esperaba era que el presidente americano anunciara el ataque contra Bachar el Asad, lo cierto es que Obama terminó renunciando a atacar de manera inmediata y declarando que pediría autorización al Congreso de los EE.UU. para hacer uso de la fuerza militar.

La verdad es que la escena causa impresión: ver al hombre más poderoso de la Tierra recular en sus pretensiones y someterse al escrutinio del Congreso, es una muestra palpable de la grandeza del sistema democrático y, en concreto, de la democracia americana.

Aunque, en realidad, lo que está actuando aquí, más incluso que el sistema de contrapesos de la política estadounidense, es ese juego sutil de las legitimidades al que antes hacía referencia. A la hora de ejercer el poder, lo importante no es tener derecho a hacer lo que uno quiere, sino que los demás perciban que tienes ese derecho, sea cierto o no. Ni siquiera Obama, que preside la mayor potencia mundial, puede permitirse el lujo de ignorar el varapalo que el parlamento británico le ha dado a Cameron, ni los recelos y los intereses de Putin, ni las encuestas de opinión pública, ni la oposición de buena parte de congresistas y senadores americanos.

De cara a tejer la red de apoyos que una intervención requiere, el presidente americano está obligado, por muy poderoso que sea, a cargarse de razones con tal de que el Congreso no le desautorice, y de que sus aliados no le dejen solo, y de que la opinión pública no le perciba como un nuevo Bush.

Es ese juego de las legitimidades el que lleva, al final, a que a veces se recurra a un organismo inoperante y absurdo, como la ONU, para que bendiga tal o cual operación militar. De lo que se trata, en definitiva, es de no aparecer como un agresor, sino como un defensor de la Justicia.

Posiblemente Obama termine haciendo lo que le dé la gana. Pero ver al hombre más poderoso del planeta solicitando humildemente su permiso al Congreso americano, va a ser una escena digna de contemplación.

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